2016

Ella Littwitz & Klaas Vanhee: Dionysius’ Ear

Silvestre

Ella Littwitz & Klaas Vanhee:
Dionysius’ Ear.
Texto de la hoja de sala. Galería Silvestre. Tarragona

Dosier de la exposición

La Oreja de Dioniso es la cueva que uno de los más sangrientos tiranos de la Antigüedad utilizó para encerrar a los disidentes políticos. Dionisio I, también conocido por Dionisio el Viejo, transformó un antiguo depósito de agua que anteriormente había sido excavado en la roca para este fin, en la ciudad de Siracusa hacia el año 400 aC.

Caravaggio fue quien bautizó la cueva como la oreja del tirano, el año 1586, motivado por la extremadamente buena cualidad de su acústica: su grieta, un corte vertical que se abre en forma de lágrima, hace que cualquier sonido reverbere a lo largo de toda la gruta, por pequeño que éste sea. Cuenta la leyenda que Dionisio I encerraría aquí sus cautivos precisamente con el afán de mantenerse informado de los planes conspirativos que se urdían en su contra.

Ahora bien, si se atiende a la obra de Ella Littwitz (Haifa, Israel, 1982) y Klass Vanhee (Mechelen, Bélgica, 1982), se puede llegar a poner en duda si lo que realmente Dionisio se proponía era encerrar en la cueva a los disidentes políticos o bien la potencia del eco en sí mismo. Pese a la disparidad de los procesos e intereses que se dan en la obra de ambos, por lo menos una reflexión planea en toda la exposición: ¿qué es lo que hace peligroso al arte, su contenido o bien su capacidad para la reverberación?

Para Vahnee la materia es la alternativa a la prisión. La materia es aquello que siempre consigue escapar. Mientras que según una dicotomía constitutiva del pensamiento Occidental el cuerpo es lo que se supone que encierra el alma, en el caso de este artista es el cuerpo que se descubre como una caja infinita para la reverberación y, por lo tanto, como la posibilidad primigenia para la acción: todo aparece con este artista como mínimo desdoblado y en un estado permanente de multiplicación y desbordamiento.

Vahnee posiblemente no es capaz de empezar un dibujo si no es haciéndolo a la vez con las dos manos, o bien rehaciéndolo sobre otro de anterior, o bien haciéndolo, en una palabra, por medio de la reverberación directa sobre su propio cuerpo y el mundo exterior. Aquí no hay sitio para un reencuentro con la unidad ni con cualquier principio fundamental o de corte trascendental ­ –un alma–, sino que precisamente es ésta que se descubre como aquello que ha intentado aprisionar el cuerpo y su potencialidad para su constante diseminación a lo largo de los siglos.

Para Littwitz es igualmente el diálogo con lo material lo que hace posible la emergencia de la identidad y la misma imaginación política. Su aproximación a la formación del Estado de Israel es una suerte de arqueología en los estratos de formación de una ideología: los pobladores judíos han requerido a lo largo del siglo XX desplegar un conjunto de estrategias para imponer su razón en la tierra Palestina, entre las cuales la reforestación ha sido una de las favoritas: se han plantado bosques, se han desviado ríos y se han levantado nuevas montañas. Equipos de arqueólogos, arquitectos y científicos han examinado hasta la planta o la piedra más recóndita, a fin de apropiársela y bautizarla con un nombre hebreo o bien, contrariamente, erradicarla del paisaje.

Pero la arqueología de Littwitz no parece tener como finalidad dar con una capa de historia fundamental y que sea más cierta que otra. Pues en todos los sedimentos encontramos una estrecha interrelación entre la construcción de los hechos y las narrativas: la división fundacional de la historiografía positivista se desvanece por completo cuando se descubre aquí que el hecho histórico no anticipa la narrativa, sino que el uno con la otra se conforman estrechamente. La solución que escoge la artista es, pues, sumarse al mismo proceso de reverberación que también mueve la historia: sus objetos condensan narrativas que se hacen eco de voces disidentes, al mismo tiempo que, con su apariencia ornamental, buscan ganar cierta capacidad de actuación en el mismo flujo de la historia.

El pensamiento disidente siempre ha sido una amenaza para los tiranos. Pero aún más amenazante es su capacidad para reverberar entre los cuerpos y desparramarse por el mundo. Se puede encarcelar a un disidente, pero tal y como Dionisio I demostró con su cueva, el reto de un tirano siempre será encarcelar el mismo eco, que es la misma posibilidad de un pensamiento otro.

El eco hace imposible la unidad y encerrar un sistema sobre si mismo. Cada nueva repetición nunca es totalmente idéntica respecto a la anterior. El eco es la posibilidad de la diferencia por si misma, un estado persistente de duplicidad y, por lo tanto, de inadecuación de cualquier identidad o representación que se presuman como únicos.

Igual que La Oreja de Dioniso, la exposición de Littwitz y de Vanhee busca funcionar como una cámara de resonancias. Todas las piezas que la componen se basan en estrategias de repetición. Los artistas dan continuidad, así, a fenómenos que buscan comprender de manera crítica, a la vez que los retuerzan por medio de intervenir en su tiempo de reverberación. La peligrosidad del arte recae justamente en esta capacidad: no se debe sólo a la posibilidad de dar lugar a un pensamiento crítico, sino que a sobre todo su capacidad de enraizarlo y amplificar su reverberación en el mundo.