2014
Barcelona Producció
Texto para el libreto de la exposición «El mundo de los vencedores. Salón de mayo», de Ignasi Prat. La Capella, BCN Producció ’14. Barcelona, 2014
“No soy el monstruo en el que pretenden transformarme”, exclamó Adolf Eichmann cuando el tribunal pronunció su sentencia y lo condenó a muerte. David Ben-Gurion, primer ministro de Israel, había localizado al antiguo teniente coronel de las SS refugiado en Argentina, donde vivía clandestinamente des de que eludió el Proceso de Nuremberg. El nombre de Eichmann había quedado desde entonces asociado a la “solución final”, pero no fue hasta que Israel lo secuestró y se lo llevó a Jerusalem que el comandante fue juzgado. En el año 1961 un tribunal exclusivamente israelita imputó a Eichmann prácticamente toda la responsabilidad de la deportación y el exterminio sistemático de millones de judíos durante la II Guerra Mundial.
Hannah Arendt siguió de cerca el proceso penal, para afirmar que, a pesar de la atrocidad de los hechos, “Eichmann no era un Iago ni era un Macbeth”, ni siquiera era un sanguinario ni tampoco un caso excepcional de odio hacia los judíos. No era un fanático antisemita ni de cualquier otra doctrina. Era un hombre “normal”, según certificaron los seis psiquiatras del tribunal –“más normal que yo, después de haber pasado por el apuro de examinarlo”, lamentó uno de ellos. En palabras de Arendt, aquel hombre fue uno más entre tantos burócratas del nazismo y, si se lo puede responsabilizar de una política de asesinato masivo, no es por nada más que su eficiencia y ubicuidad para escalar en la pirámide del poder estatal alemán. “Únicamente la pura y simple irreflexión fue lo que predispuso a Eichmann para convertirse en el más gran criminal de su tiempo”.
Eichmann in Jerusalem (1963), el estudio que Arendt hizo del proceso, levantó una fuerte controversia en el momento de su publicación, cuando se malinterpretó como un intento de justificar al antiguo comandante. Pero, nada más lejos, el propósito de Arendt había sido el de penetrar en el universo mental que se escondía detrás del rostro de aquel hombre que por fin se sentaba en el banquillo de los acusados, con el fin de comprender la lección que una larga carrera de maldad podía brindar a la humanidad. Es la lección de la “terrible banalidad del mal”, tal y como ella la llamó: el Holocausto, a pesar de la magnitud del genocidio, es al mismo tiempo una maldad banal y deshumanizada, que fue el resultado de la emergencia de una gigantesca organización burocrática criminal contra la cual “las palabras y el pensamiento se sentirían impotentes por igual”.
El mundo de los vencedores es un ejercicio para la comprensión sobre como el mal y el poder han funcionado en el caso del Estado español. Como Arendt hizo en Jerusalem, el intento de Ignasi Prat es el de mirar cara a cara al poder, escudriñar los rostros de los culpables y, sin embargo, entender la historia y no tanto hacer un acto de justicia. En esta ocasión, sin embargo, los rostros ya no pueden ser humanos y, así, el fotógrafo ha sacado del anonimato algunos vestigios que, camuflados igualmente en la esfera pública, pueden informar aún de la cotidianidad que tuvieron las personas que, hoy en día, son consideradas los máximos responsables de la sangrienta represión que el franquismo practicó en España durante La Guerra Civil y una vez terminada.
El ejercicio se concreta en una serie de retratos de los rostros de las residencias donde habitaron algunos ministros de Franco, unos retratos con un claro componente psicológico. En efecto, con las imágenes comprobamos como algunas de las fachadas aún actualmente se esfuerzan por mantener una apariencia pública soberbia e intimidatoria, otras prefieren esconderse detrás de jardines frondosos e impenetrables a los ojos. Algunos frontispicios fantasean con la posibilidad de identificarse con el poder de tiempos pasados y se caracterizan como palacios renacentistas o incorporan formas de tipo medieval; mientras que otros comparecen en medio de la metrópoli y se suman al estilo clasicista que el franquismo puso en boga; o algunos se encaraman en áticos y otros lo hacen en cimas encrespadas; pero, en cualquier caso, también hay que admitir que nada nuevo aparece en todos estos rostros de Franco en relación a los clichés con los que ha sido representado habitualmente el poder.
Los rostros que se muestran con El mundo de los vencedores ponen de manifiesto una vida acomodada, pero que, a su vez, es muy poco heroica. A pesar de que muchos de los ministros de Franco tenían carrera militar, con sus residencias los podemos ver tan “normales” como lo fue aquel Eichmann “de estatura media, delgado, de mediana edad, un poco calvo, con los dientes irregulares y corto de vista” que se sentó en el banquillo de los acusados. Del mismo modo, estas casas probablemente también contribuyan a caricaturizar como “banal” la maldad de los falangistas.
En cualquier caso, es considerablemente inquietante la decisión de Prat para detenerse y registrar únicamente los exteriores de las residencias. Su interés por la fachada podría responder a la voluntad de formular un comentario sobre los mecanismos del poder: tal y como demostró Michael Foucult con sus investigaciones, el poder no es algo en sí mismo, sino que consiste en un sistema de relaciones donde entran en juego cuestiones como el uso del lenguaje y de las imágenes. De ese modo solo la superficie del rostro, en su cualidad de máscara, seria suficiente para desarrollar el ejercicio de poder, mientras que la posibilidad de un “interior”, no solo quedaría exenta de la performance, sino que incluso quedaría en suspenso en tanto que presunción.
La inclinación por los exteriores también podría ser el resultado de una reflexión sobre la misma práctica del arte y la historiografía: desde la Antigua Grecia, la posibilidad de recordar se asocia a la posibilidad de las imágenes, si bien hoy en día difícilmente podríamos creer en una imagen que reconstruya íntegramente un recuerdo, que sea enteramente una presencia y que no contenga también un cierto grado de déficit y de ruina en sí misma. Giorgio Agamben ha puesto en relación esta reflexión con la cuestión del testigo. Refiriéndose a los supervivientes de Auschwitz, escribe: “el testigo vale esencialmente por todo lo que falta en él; contiene, en su mismo centro, algo que no se puede atestiguar. Los “auténticos” testigos, los “testigos integrales”, son los que no han atestiguado ni hubieran podido hacerlo”, ya que perdieron la vida en los campos de concentración.
Pero la decisión de Prat no se debe solamente a entablar una reflexión sobre el poder, el arte o los límites de la historiografía, sino que aún incluye alguna consideración más sobre el mal y la administración como engranaje criminal. En el caso del Estado español no ha habido ni un Proceso de Nuremberg y ni tan siquiera se ha citado a ningún falangista en un tribunal como el de Jerusalem. La transición hacia la democracia ha sido cualificada a menudo de amnésica y, en efecto, detrás de esta política pública del olvido, no son pocos los que han detectado rastros de aquella “terrible banalidad del mal” que también caracterizó la administración franquista.
El mundo de los vencedores no solo configura una cartografía de nuevos lugares para la memoria, sino que probablemente su urgencia sea la de señalar las residencias como síntomas del olvido. Si de algo hacen memoria las imágenes es que sus propietarios no llegaron a sentarse en el banquillo de los acusados mientras aún estaban vivos. Y, así, mientras que a nivel del Estado no se ha hecho justicia, respecto a la historia sería en balde reconstruir todo un conocimiento sobre el que, hoy en día, no se puede reconocer más que lo perdido definitivamente.
El mundo de los vencedores es, por consiguiente, también el mundo de los que han impuesto la democracia, una democracia que, tal y como se lamenta Paul Ricoeur, a menudo quiere olvidar que igualmente es poder y quiere olvidar sus propias victorias. En el Estado español, la democracia es una victoria que, en efecto, aún se debe al “mal banal” que perpetró el régimen franquista hace ya más de cincuenta años. Un “mal banal” que en la actualidad asedia por partida doble: por las continuidades que el actual sistema de gobierno establece con la administración franquista y por la legitimidad que le ha concedido la política del olvido en relación a las “matanzas administrativas” que persisten en su origen.
El mundo de los vencedores no es otro que nuestro mundo. Los rostros inexpugnables que recoge Prat de este mundo constatan que ha sido forjado en el olvido; y admitirlo probablemente es la alternativa que queda para comprender su historia.
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Agamben, G. (2010): Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Pre-textos. Valencia. P. 34
Arendt, H. (2003), Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Lumen. Barcelona. Pp. 20, 148, 151, 171
Ricoeur, P. (2010): La memoria, la historia, el olvido. Fondo de Cultura Económica de Argentina. Buenos Aires. P. 579