2012
A*DESK
Texto sobre Mirador, d’Oriol Vilanova. Capella de Sant Roc, Valls, 2012. Comisariado por Joana Hurtado. Publicado en A*Desk
El gesto finge simplicidad, pero Mirador de Oriol Vilanova articula una situación considerablemente compleja en un entorno que, asimismo, aparenta estar vacío. Del ocaso de los ídolos, Vilanova sigue los rastros de la iconoclastia que husmean en nuestros días y plantea algo notablemente inteligente en relación a la construcción de lo visible. El proyecto bordea los límites de la semiótica para adentrarse a preguntar por aquello que, encontrándose derruido como signo, todavía significa: ¿en qué medida la iconoclastia incide hoy en la construcción de la mirada? ¿cómo lo que se percibe como ausente o como un vacío se inscribe en la estructuración del régimen escópico?
Si presenciar la sala de exposiciones vacía fue uno de los nodos sobre los que se articuló su celebrada performance Ellos no pueden morir (La Virreina Centre de la Imatge y MUSAC, 2011), la apertura de una vista panorámica sobre la Capella de Sant Roc de Valls se acompaña, en el caso de Mirador, de un minucioso ejercicio de microscopía que tiene por objetivo escudriñar el ojo del espectador en tanto que construcción cultural. Una vez devenido aquí también el vacío, una primera dosis de estrabismo acontece con la enredada convivencia que se entabla entre la antigua capilla barroca y el más reciente espacio de exposiciones. Desde la baranda de Mirador, el espectáculo que se presencia no es más que el de una sala de exposiciones que se abre paso con dificultad en el interior de una iglesia, la cual, con la pintura de sus bóvedas y las molduras, impide la presunción de asepsia del cubo blanco; al mismo tiempo que la capilla tampoco puede aprovechar la falta de exposición para restablecerse y recuperar su ritual.
Bastante se ha hablado de las líneas de continuidad entre el espacio religioso y el espacio museístico. Carol Duncan ha considerado, por ejemplo, el museo como una estructura propiamente ritual, un espacio ceremonial que, igual que una iglesia, universaliza y transmite una verdad, en ese caso secular; con unos visitantes, añadiría Pierre Bourdieu, a los que se impone un silencio religioso, el ascetismo puritano de los espacios, la grandiosa solemnidad de la decoración. Asimismo, la galería de arte moderno, el llamado “white cube”, se habría construido mediante una ley tan rigurosa como la que servía para las iglesias medievales, según Brian O’Doherty; para dar lugar, finalmente, a una práctica artística que emerge de manera autónoma e idealizada, y según apunta Grant H. Kester, justamente como una “teología desplazada”.
Pero en el caso de Valls la astucia de Vilanova lleva a pormenorizar en esa relación entre iglesia y museo cuando se plantea a la luz de la iconoclastia. La Capilla de Sant Roc fue secularizada en la Guerra Civil, momento en que se quemó el retablo de su altar. Aun así, la acción iconoclasta culmina el año 1985, cuando, para acoger exposiciones de arte contemporáneo, sus muros se recubren de blanco, se inmiscuyen en la lógica de cubo blanco y se intentan hacer desaparecer del campo de visibilidad. Subyacen así dos tipos de espacio pero también dos tipos de iconoclasta, la de motivación política y la de motivación estética o espiritual. Ya que, curiosamente, la tradición moderna del arte se forma a caballo de ambas: si bien la desamortización del antiguo régimen es lo que llevó a la formación de los primeros museos públicos –con la destrucción de imágenes religiosas y la formación del Louvre durante la Revolución Francesa al frente-, a su vez, la formación ulterior del cubo blanco, a principios del siglo XX, no es más que un giro hacia el ascetismo religioso de tradición judeo-cristiana que, históricamente, también había llevado a distintos episodios de normativización, prohibición y destrucción de las imágenes.
Despojar la sala de exposiciones de imágenes artísticas es un gesto también iconoclasta por parte de Vilanova, con el que se aproxima a una repetición del proceso revolucionario y desamortizador más que no a reduplicar el ascetismo espiritual del cubo blanco. Precisamente, la falta de exposición conlleva en ese caso la emergencia de un escenario que se abre en dos y que pone de relieve las incongruencias que subyacen en la convergencia entre el espacio religioso y el museístico. La iconoclastia de Vilanova despoja el espacio para cruzar a contrapelo dos modos arquitectónicos de invocar la pureza y la trascendencia, que no pudiendo llegar ahora ni el uno ni el otro a su completud, se descubren finalmente como fruto de actos contingentes y mundanos de mediación.
Asimismo, es importante considerar que desde la baranda de Mirador el espacio reverbera especialmente como testimonio histórico, diferenciándose así también el objeto de una intervención minimalista al uso. Si bien la apariencia es cercana a las estructuras modulares de Sol Le Witt o hasta al corte que Michael Asher introdujo en el 1970 al Gladys K. Montgomery Art Center Gallery, el hecho que la ruptura en el cubo blanco se produzca ahora por medio de la inducción de un sentido histórico de la temporalidad, lleva a que, conceptualmente, este caso se pueda asimilar en mayor medida con, por ejemplo, las yuxtaposiciones documentales que conforman el Archivo FX de Pedro G. Romero, también entorno a la iconoclastia.
Pero el giro definitivo se da en relación al ojo del espectador. Respecto a ese, el proyecto le sirve un trampantojo, pues cuando se invita al espectador a situar su punto de vista en el centro del espacio, la baranda se convierte de inmediato en una mesa de operaciones en dónde es su ojo el que es observado. De una manera no menos centrípeta que el conocido diagrama de Herbert Bayer para el diseño de exposiciones, el cubo blanco habría comparecido históricamente como un espacio depuesto al gobierno del ojo del espectador. Pero tal y como Mirador descubre, la iconoclastia no es solamente un vacío, sino que es una acción deliberada y constitutiva de un régimen escópico determinado.
Mirador pone de lado las dos iconoclastias también en ese sentido, la que facilita la visión presuntamente totalitaria en el espacio museístico moderno con la visión impedida que resulta de la destrucción de las imágenes. Y cuando al espectador le parece que, una vez llegado en el centro del espacio, desde la baranda no se ve nada, a lo que en realidad se le invita es a observar los puntos ciegos que son constitutivos de su acto de mirada. Echar un vistazo al fuera de campo del espacio de exposiciones, al “inconsciente óptico” en la terminología de Rossalind Krauss, a aquellos aspectos que, siendo generalmente invisibles, doman la mirada y hasta facilitan la construcción del mismo mito de la visión total.
En la hoja de sala, tanto el artista como Joana Hurtado, comisaria del proyecto, dan vueltas en torno a la ceguera, hasta el punto que la plantean como una posibilidad de liberación de la hegemonía que tiene la visión en nuestra sociedad. Por mi parte no sería tan optimista y pienso que el reto que plantea el proyecto es el de permanecer videntes. Mirador es un lugar desde donde observar cómo el fuego de los ídolos y la destrucción de las imágenes proyecta una mirada que aun nos atrapa en nuestra construcción como espectadores.